El Gofio
No era sólo el ritmo lento que tenía cuando empezaba a prepararlo, sino todo el ritual que envolvía ese momento. Cucharada de azúcar, dos de gofio cargaditas (o tres si estaba goloso), unas vueltas para mezclarlo y después la leche, la justa para que el resultado fuera una pasta espesa; «que la cuchara se quede casi de pie en el caldero», ése era el punto. Encendía el fuego bajo y empezaba a revolver hasta que la mezcla se volvía cremosa y salía humo de ella. Entonces se apagaba el fuego y despacio todavía, con un trapo en la mano para no quemarse, cogía el caldero y se iba a sentar al chaplón del patio para saborear el gofio, la tarde y el fresco que empezaba a hacer. Ese era Paco, maestro Paco, como le llamaba la gente del pueblo.María Luisa, la de las flores, gusta del gofio tostado, para ella no empezaba el día hasta que terminaba su escudilla de leche con gofio…, y unas galletitas partidas para encontrar algún tropezón. La receta era igual desde muchos años atrás, siempre compraba un kilo de trigo tostado y un kilo de trigo sin tostar, y lo batía para mezclarlo bien, ése era el secreto, así quedaba ni muy fuerte ni muy flojo y el aroma humeante que salía de aquella escudilla era dulce y llamativo, de esos que nunca se olvidan. Tampoco se libraba de ese espectáculo del sabor la persona que le hacía compañía en la noche; al poquito de amanecer, un buen desayuno caliente, y si era para dos, mejor.Los días en que el tiempo para almorzar se lo permitía llenaba el lebrillo de potaje recién hecho (o del día anterior, para qué nos vamos a engañar) y ahí empezaba la pelea: «que si se cree el gofio que no hay más potaje» (si le iba quedando muy seco),«que si se cree el potaje que no hay más gofio» (si le quedaba ralo), hasta que daba con el punto y ahí se ponía el escaldón en el centro de la mesa, con tantas cucharas clavadas como comensales alrededor.
Siempre decía que pa´comer gofio hay que saber: coger la cuchara firmemente, llenarla con el gofio apretando contra el costado del lebrillo que te pertenecía hacia un lado y después para el otro,la limpias por debajo justo en el borde del lebrillo y queda la cucharada bien rasita. Cuando ya la tenías cargada, la pasabas por encima del plato del conduto, casi sin apretar, y siempre quedaba algo pegado que enjugaba el bocado. ¡Es un artista este Miguel Ángel en lo de comerlo escaldado! Era la seña de que el día que empezaba traía una fiesta con él. Despertarme temprano y oler desde la cama las almendras tostadas era el prólogo de una romería, una excursión o, al menos, un tenderete con la familia. Cuando yo llegaba a la cocina avispado por el olor y la ilusión ya ella estaba mezclando los ingredientes. Un poco de ralladura de limón, miel, vino de la casa, pasas y las almendras previamente pasadas por la sartén. No sé si alguna vez llegó a ponerle queso duro rallado, pero de lo que sí estoy seguro es de ver cómo sus manos trabajaban la pella, que se movían igual que cuando lo amasaba con papas guisadas. Dice mucha gente que el gofio amasado en pella depende mucho de las manos de la persona que lo haga, que si la temperatura, que si la humedad, que si el cariño… No sé cuáles son las características idóneas, pero seguro que no hay muchas manos para esto como las de Maisa. Posiblemente cada uno de nosotros tenga historias como éstas en las que los mayores, casi sin quererlo nos enseñaron a comer gofio, a disfrutarlo y casi ritualizarlo. Éstas son mis cuatro preferidas (hay algunas más que dejo para otra ocasión) y se las debo a mi abuelo Paco, a mi abuela María Luisa, y a mis padres, Miguel Ángel y Maisa.
el gofio 10.
por Daniel Castro Hdez.
Fotografía extraída de Blog&Gofio
No hay comentarios:
Publicar un comentario